Mientras estás acostado abrazado
de la soledad y la calma, te pones a pensar, y extrañar algunas cosas que
hacías antes, y caes en el orificio de los recuerdos, buscas a las personas que
sentías que no podrás vivir sin ellas, de las que se van sin previo aviso, sin
decirte adiós. Que fuerte es contar los años con las manos y sorprenderte al darte cuenta que no han
pasado tanto desde que el capricho de esa maldita enfermedad se lo llevo al
mundo de los muertos.
Estás indagando en tu mente los
momentos que hoy son recuerdos gratos, de todos modos no pierdes esa costumbre
de volver tus ojos vidriosos y batallar con las lagrimas que ruedan por tu
rostro.
Duele ver a alguien partir, con quien
compartiste situaciones que jamás serán
olvido, situaciones que te llevan a
asomar la sonrisa como motivo de nostalgia y felicidad a la vez. Recordar a
alguien cuando estaba vivo que luchaba descalzo sin importarle donde y cuando
caminara, es preferible a verlo decaer y ver el brillo de la muerte llenándose
en sus ojos inocentes. Cuantas veces
volteaste la vista para no verlo morir, no verlo irse poco a poco, como lo carcomía
por dentro esa impredecible enfermedad, que toco a tu puerta y jamás se fue.